Se diga lo que se diga, el sacerdote es y seguirá siendo por voluntad divina un instrumento de Dios para la salvación de los hombres.

Todo aquel que conscientemente descubre que Dios le llama a consagrar su vida a través del ministerio del sacerdocio, asume la delicada tarea de hacer vida el sacerdocio de Cristo, de allí la gran responsabilidad, seriedad, y madurez con que debe de asumirse.

Ser sacerdote es un don de Dios, si por don entendemos, aquel regalo inmerecido que a veces recibimos, entonces el sacerdocio es un regalo que se le otorga al candidato, no por sus meritos personales, sino porque Dios en su infinito amor le da la posibilidad de hacer de su vida un medio de santificación convirtiéndose en colaborador fiel y cercano de la redención del hombre. Es bueno recordar a este propósito las palabras del Papa Benedicto XVI:  

“El sacerdote es un don del Corazón de Cristo: un don para la Iglesia y para el mundo. Del corazón del Hijo de Dios, rebosante de caridad, brotan todos los bienes de la Iglesia, y en modo particular tiene su origen la vocación de aquellos hombres que, conquistados por el Señor Jesús, dejan todo para dedicarse enteramente al servicio del pueblo cristiano, bajo el ejemplo del Buen Pastor”

Todos los seres humanos somos conscientes de lo que hacemos, el sacerdote y el futuro sacerdote, no escapan a esta realidad humana, de allí que su responsabilidad es mayor, en el sentido de que no sólo deben asumir con verdadera responsabilidad el rol que les corresponde, sino que deben de testimoniarlo a través de una vida que no sólo parezca santa, sino que debe verse, sentirse y vivirse santamente. Vivan su sacerdocio, no como Uds. creen que deben de vivirlo, vivan como Cristo quiere y les pide día tras día vivirlo, sólo así valdrá la pena vivir el ministerio sacerdotal, gastándose día tras día por aquel que lo dio todo por nosotros.

Muy a propósito del año sacerdotal que concluye, recuerden queridos  sacerdotes que tienen un modelo de vida, muy humano por cierto, y sin embargo tan lleno de Dios, como es el caso de San Juan María Vianney, imiten su sencillez, su humildad, su entrega diaria, su santidad, su clarísimo sentido de la pobreza, su pequeñez, pero al mismo tiempo su coraje, su entrega, su profundo y teológico amor a Dios, muy por encima de sus grandes limitaciones intelectuales, no dejen que la vida tan desordenada en estos últimos tiempos les haga mal entender el sentido verdadero del bien y del mal.